Abuela fertilizaba las plantas
con bosta de caballo. Ella misma, pala en mano, se encargaba de recogerla de la
calle --en esa época todavía era común la tracción a sangre.
El caballo del verdulero proveía el abono. El verdulero lo
estacionaba enfrente de casa. Y allí iba
presurosa la abuela, se acercaba con cuidado a la cola del animal, y con
destreza su pala retenía los desechos, que después iba acarreando esforzada y
contenta. A veces el caballo doblaba apenas la cabeza intentando espiar
por el cubre ojos, como hacen las personas cuando alguien les va a aplicar una
inyección. Pero después movía la cola con desgano, aliviado al adivinar la
presencia de la abuela.
Daba pena el percherón. Haber nacido
caballo –murmuraba ella al verlo ahí, siempre de pie, bajo el sol o la lluvia.
Meta cinchar, tirar del carro. Parecía
comprenderlo, íntimamente. Cuando algún vecino le preguntaba, ¿y, doña, como
va?, la abuela, apocada, como si viera reflejada su existencia en el destino
proletario del animal, tirando, m’hijo,
tirando, respondía.
Las
plantas crecían fuertes y hermosas. El potus no era la excepción. Sus
hojas empezaron a asomarse tímidas entre los helechos. Nosotros al
principio no le prestamos atención. Pero silenciosamente la planta fue
desatando la majestad de su presencia. Y, así, de largos tallos que
adivinábamos jugosos se abrieron unas hojas inmensas y acorazonadas, color
verde intenso, que no necesitaban de la luz para brillar, tan lustrosas
eran.
En el rincón del patio donde el potus
reinaba en su belleza, mi hermana y yo jugábamos a las visitas. A la hora de la
siesta arrastrábamos una mesita desvencijada, dos o tres banquitos, lo que
quedaba de un jueguito de té. Tomábamos agua y comíamos galletitas embebidas en
esa agua hasta hartarnos. Cuando no disponíamos ni de una miga de pan
cortábamos ramitas de malvón, de helecho; hojitas y pétalos de jazmín del país,
que tragábamos, sin chistar, entre reverencia y reverencia.
Lo de recurrir a las plantas fue idea
de mi hermana. A ella le gustaba
experimentar con cosas nuevas porque se aburría con facilidad. Siempre introducía variantes en los juegos. Y
yo me entregaba emocionada, como a la espera de un significado
desconocido, que, seguro, pensaba, iba a
llegar de un momento a otro gracias
a sus ocurrencias. Su inventiva era
inagotable y la aplicaba también en
idear respuestas rápidas en caso de tener que afrontar consecuencias. Son las
hormigas, decía, lo más campante, cuando
la abuela, apenada, descubría los destrozos en sus plantas.
A mí el papel de cómplice me hacía
sentir bien, como si hubiera sido aceptada en el exclusivo club de chicas más
grandes. Además, me decía, si la mentira llegaba a ser descubierta, sería ella
la que cargaría con el reto. Quién iba a creer que a alguien tan sonsa como yo
se le podría ocurrir semejante picardía.
Una tarde mi hermana quiso
experimentar con los brotes del potus. Los fue arrancando y, de a pedacitos,
los sirvió en uno de los platos. “Pase, pase y sírvase, doña Amalia” me
dijo, imitando el tono de una de esas señoronas que teníamos como vecinas.
Comencé a masticar los brotes mientras intentaba disimular el malestar que me
producía el sabor amargo de una especie de jalea viscosa. En algún momento me pareció que mi hermana me
miraba como esperando algo de mí, una reacción apropiada al juego quizá.
Pero mi boca supo antes de qué se trataba. Boca, lengua, paladar, y mis encías desprotegidas ante la tormenta de
agujas y alfileres que descendía por mi
garganta. Corría por el patio escupiendo y gritando. Mi hermana,
asustada, me alcanzó un vaso de agua, después uno de leche. Probé también un huevo crudo, mordí un tomate, tragué
harina, levadura, miel. No sé en qué momento desapareció el alfiletero de
mi boca, tampoco recuerdo haber hablado de este incidente con mi
hermana. En casa nadie se enteró de lo sucedido. Pero por una semana no pude ir
al colegio por la indigestión.
Durante los días de convalescencia me
acordaba del caballo. Cerraba los ojos y lo imaginaba trotando desnudo vaya a
saber por qué campo infinito. A veces,
detenía la imagen a voluntad, como para retratarlo. Si él olfateaba la hierba
me provocaba náuseas, entonces, pasaba
rápido a otra escena, una en donde lo veía acariciando el agua de lluvia de los
charcos con su lengua rosada.
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