viernes, 24 de junio de 2011

Rafael Alberti: Boca


Lacámera: "Desde mi estudio".
 BOCA**

¡Qué alegría, ciudad, el ir por una acera
viendo que la de enfrente es marinera!

Para el palo del barco el mismo viento,
ciudad, que para el árbol dijo en el pavimento!

¡Qué alegría, ciudad, oh qué alegría,
pensar que tus balcones pueden zarpar un día!

Tus primorosas casa populares,
todas una mañana se irán por esos mares.

¡Qué alegría, ciudad, como veleros
pintando de colores los puertos extranjeros!

¡Y desde una ventana,
tú misma, tú, ciudad, como la capitana!


*Del libro Buenos Aires en tinta china.
**El título de este poema-canción alude al barrio de La Boca.

jueves, 23 de junio de 2011

Luis Guzmán: Del tiempo y del río

Este texto ha sido extractado del sitio: http://www.elinterpretador.net/33LuisGusman-DelTiempoYDelRio.html

"El título de la novela de Thomas Wolfe (Del tiempo y del río)  simboliza sin duda una figura muy antigua en la cual el fluir del agua está asociado al paso del tiempo que avanza como la corriente. Es por eso que entre nosotros el Riachuelo, con su agua estancada, es como una detención del tiempo. En este caso, la figura es verdadera por ser inseparable de la realidad, ya que al borde del riachuelo, si es que hay borde, hay una especie de continuidad entre el agua podrida, su olor, y la tierra; con lo cual no parece existir una frontera que separe el río de la costa.
          Yo crecí con el Riachuelo. Ya que el Río de la Plata lo había perdido en la infancia, en unas escalinatas que me separaban de la costanera, cuando mi abuela solía llevarme al balneario, como a una fiesta. Esos paseos deben haber sido excepcionales pero a pesar de nuestra magra economía  eran dignos de ser fotografiados; conservo todavía una foto mía y de mi abuela, donde el chico se revuelca como un bagre en la arena.
          Una ciudad junto al río inmóvil pero en realidad una ciudad que había perdido su río hacía muchos años. Un río que estuvo poco tiempo entre nosotros y después prácticamente desapareció. Quiero decir, un río que era sólo la mirada y el ruido de los motores de un avión; o si se quiere un río que después  solo iba a poder ser mirando desde el cielo ya que  nunca más estuvo al ras de la tierra. Porque esa maqueta costosa llamada Puerto Madero no nos va a convencer de que es un río de todos; y mucho menos, un río que forma parte de la vida de la gente.
          Yo crecí en cambio cerca del Riachuelo, esto no quiere decir que vivía cerca de la costa sino que había que cruzarlo y que el puente dividía la capital de la provincia: las huelgas, los acontecimientos políticos del país, implicaban nada menos que cruzar el río.
          En la isla Maciel estaban las prostitutas a las que se podía acceder llegando en bote. El río era un lugar peligroso pero atractivo cargado de misterio, erotismo e incertidumbre.
          Cuando titulé a uno de mis libros Lo más oscuro del río en realidad creía que la figura aludía a la oscuridad, pero como me hizo notar mi amigo Zoppi, en realidad con lo más oscuro también quería referirme a lo más profundo en términos de lejano en el horizonte. Como si las tinieblas sólo evocasen una zona lejana y no que pudiera estar cerca de la costa.
          Desde entonces más de una de las historias que cuentan  mis novelas, Tennessee, El Peletero, La música de Frankie, se sitúan en escenarios cercanos al río o en el recorrido del mismo. En Tenneesse conviven dos pesistas retirados y uno de ellos fija su residencia en el club Regatas, un club náutico que existe al borde del Riachuelo entre el puente Pueyrredón y el puente Victorino de la Plaza.
          A ese club fui una sola vez en mi vida, cuando cursaba la escuela secundaria. En ese club la gente chic de Avellaneda celebraba sus bailes. La segunda vez volví cuando M. Levín filmó la película Sotto Voce, sobre esa novela llamada Tenneesse.
          En una obra posterior, mi novela El Peletero, Hueso -uno de sus personajes- trabaja como personal de a bordo de una lancha que recorre el Riachuelo desde un tramo más allá de Lanús hasta tocar Dock Sud. Los pasajeros son políticos, empresarios, viajeros curiosos, científicos, empleados, burócratas, gente de la municipalidad, a los que une el mismo sueño eterno: limpiar el Riachuelo.
          En La música de Frankie la escena también transcurre en El Regatas, hay un asesinato y el arma homicida es arrojada al río. El club es amenazado por el progreso, que en este caso consiste en la instalación de juegos electrónicos como los flippers. No es raro que haya estado una sola vez en ese club y lo conozca tanto, los personajes de mis novelas me lo hacen recordar cada vez.
          Posiblemente haya conocido el Riachuelo en los recuerdos de mi infancia, por su cercanía con el Frigorífico La Negra, que estaba separado de mi casa por unas pocas cuadras, vienen a mi memoria las pesadillas nocturnas, quizás como producto del relato de un matarife con quien compartíamos una pieza de conventillo y que contaba cómo rodaban las cabezas de las reses después del mazazo final. Es posible entonces que en lo más oscuro de la noche, los animales caminaran ciegamente hacia el agua, hacia el matadero, mientras Camba - así se llamaba el matarife-, hombre de cuchillo en la cintura, les daba el golpe de gracia.
          Lo cierto es que cada vez que vuelvo a cruzarlo a pesar de su olor, siento que ingreso en otro mundo y no puedo apartar mi mirada del agua que tiene un poder hipnótico sobre mi persona. Tal vez porque el Riachuelo como cualquier otro río está cargado de relatos: la tragedia del tranvía que un día se cayó al agua, los obreros cruzando el río rumbo a la plaza de Mayo, la conjunción de lo trágico y lo épico que seguramente, en la juventud, pueden decidir el rumbo de una vida.
          En la mía, la política estuvo muy relacionada con el río. El 16 de septiembre de 1955, o el día anterior, navegaba en una lancha pasajera del río Paraná, por el Tigre, junto con unos tíos a los que quería mucho pero que eran extremadamente antiperonistas. Lo cierto es que a la lancha se le había roto el motor y navegaba al garete. Tardamos horas en volver al puerto. Yo sentía cierta amenaza de andar a la deriva pero también la amenaza de la voz de los informativos que informaban acerca del derrocamiento de Perón. Si para otros nacía un mundo, para mí, en cambio, se derrumbaba otro. Lo cual era extraño porque mis padres también eran antiperonistas, mientras que mis abuelos y otro tío con los que prácticamente vivía, eran peronistas. Los cierto es que el Riachuelo dividía la familia y la ciudad en dos.
          No soy un hombre de río en términos prácticos, no me gusta navegar. Para viajar prefiero el tren o en su defecto, el avión. Tampoco sé nadar, con lo cual me está vedado cualquier clase de deporte náutico. Tampoco me gusta ese deporte tan paradójico como la pesca, que aparentemente solitario apela a la solidaridad, cuando se pesca se tiene la sensación de estar rodeado de gente. Sin embargo el río fluye por mis relatos tal vez porque está asociado a la novela, como se decía en un tiempo una novelar-río, tal vez porque cada vez que lo cruzo pienso que me voy  a quedar del otro lado. Con los años y los viajes finalmente uno no sabe cuál es el otro lado.
          Quizás este primer capítulo de El peletero represente algunas de las cosas que  he dicho. Por eso elegí este fragmento del río. A lo que se agrega, que quizás el Riachuelo como cualquier otro río, como el de Marlow en El corazón de las tinieblas, me refiero al Támesis y no al río de las tinieblas en el corazón de África, me remite necesariamente a una confidencia. Recuerdo una promesa de O. Masotta en una de las cartas que me escribió desde Londres  donde me decía que pasearíamos por el Támesis y me contrataría una masajista japonesa para el viaje. Era una carta, era literatura, era amistad, era un río: el Támesis, que aunque cambiara de nombre nos obligaba a forzar el tono hasta la confidencia. La confidencia para ser contada, como sucede con esos tres hombres en el Riachuelo en la novela El peletero.
          Y hasta tal punto es así, que el capítulo del río que hay en la novela y que exigía una descripción realista de la que soy incapaz, proviene de la pluma de un hombre de río. El capítulo, se lo cedí y me lo cedió, mi amigo Marcelo Gargiulo. Una vez que me lo entregó lo hice “pasar” por mi escritura y de esa manera el río circuló por la novela."     

 

miércoles, 22 de junio de 2011

Graciela Silvestri: Riachuelo*

por Graciela Silvestre,  
investigadora del CONICET-UNLP, área Historia del territorio


"¿Por qué la Boca, a diferencia de otros barrios cercanos al Riachuelo, escapó del anonimato convirtiéndose en un espacio con identidad propia? ¿En qué consiste esa particularidad, que va más allá de su carácter pintoresco y su condición de atracción turística?

I
Mi tío Roberto vivía con su familia, hace más de cuarenta años, en la calle Pinzón de la Boca. Trabajaba como ingeniero en la usina de electricidad del doque (el Dock Sud). La casa, beneficio del empleo, constituía una inusual colección de ambientes, algunos muy por debajo del nivel de la vereda, de manera que por las estrechas ventanas pegadas al techo se divisaba un paisaje de piernas en movimiento. Mi impresión más perdurable del barrio es ésta, la de las veredas altas con escalones, que obligaban a caprichosas adaptaciones arquitectónicas. Pero el barrio ofrecía más sorpresas para quienes lo visitábamos: en Mi tío Roberto nada se parecía al resto de los barrios populares, de trama cuadriculada, casas bajas de revoque gris, cafés en las esquinas y plátanos en las veredas de baldosas color vainilla.Muy cerca de la casa de mi tío, por ejemplo, subía bruscamente una pista que se convertía en moderno puente carretero cruzando el río. Uno de los paseos favoritos de la tarde de domingo consistía en visitar el lugar subiendo por interminables escaleras mecánicas. Desde las alturas, se divisaba hacia el Oeste el Riachuelo cruzado por otros puentes no menos notables –una colección completa de estilos, usos y técnicas posibles–. El paisaje ostentaba además vapores densos, remolcadores, pequeñas barcazas de madera alineadas en las orillas curvas, muelles sólidos o derruidos, casas de chapa y depósitos, y en la lejanía las moles blancas de los frigoríficos. El panorama se ordenaba siguiendo la cinta del pequeño río, plateado a la luz de la tarde. Mirando hacia el Este, en cambio, se descubría la insólita amplitud del Río de la Plata. Era tan sublime como el terror que yo sentía cada vez que subía al puente, porque todavía se recordaba un ominoso episodio que ya había sido trasladado al cine: el accidente de la madrugada del 12 de julio de 1930, cuando el tranvía 105, que llevaba trabajadores de una orilla a otra, cayó en el Riachuelo al abrirse el puente Bosch.

Si desde las alturas del puente nuevo el paisaje era sublime, aterrador o majestuoso, recorriendo las calles boquenses el cuadro era brillante y pintoresco, y persiste asociado en mi memoria al sol del mediodía de domingo. En unas pocas manzanas, el efecto era similar al de un escenario de pieza costumbrista: el color y la fragilidad de las chapas, los emplastos de estuco en las fachadas de las cantinas como artesanías de papel maché, los interiores entrevistos –los patios con trillages y macetas con malvones–, la atmósfera acuática con que los entusiastas pintores del barrio gustaban de decorar las paredes de los sitios públicos. Y aunque en la década del cincuenta Buenos Aires era todavía un mundo de familias inmigrantes europeas, sobre todo italianas, sólo la Boca parecía el fondo natural para las melodías de “O Sole mío”, “Nabucco” o “Quel Mazzolin dei Fiori”. Hasta la insignia del club Boca Juniors, inspirada en la bandera sueca, me parecía, por su estridencia, italiana.

Me pregunto hasta qué punto yo percibía entonces la pobreza del entorno: o, más bien, de qué pobreza se trataba. La Boca que yo conocía estaba poblada de familias como la mía, sectores populares con mayor o menor fortuna, con algún pariente maestro, otro estibador, otro médico; los niños asistían a la escuela pública, los jóvenes bailaban en los clubes y las abuelas secaban los tallarines en el palo de escoba. La clase media argentina acompañaba sin sobresaltos la comedia costumbrista que la pintoresca escena boquense sugería.

II
Muchos años después volví al Riachuelo como investigadora. Desconfiaba lo suficiente de los relatos canónicos como para reconocer que mi experiencia infantil, confirmada por tópicos socialmente asentados, daba cuenta de una historia parcial. Pero fue justamente esto, la suma de lugares comunes integrada sólidamente a la experiencia, lo que me llevó a revisar las formas en que esta imagen se había conformado. Digo imagen en sentido específico y no metafórico: otros barrios de Buenos Aires, aun aquellos que han sido cantados por el tango, carecen de rasgos físicos fuertes que nos permitan diferenciarlos, excepto que hayamos vivido allí –se encuentran estilizados en el almacén de la esquina, la casa chorizo, la calle empedrada y el farol–. La Boca, atípica, emerge con cualidades plásticas definidas. Ya asentado su carácter, las intervenciones de los últimos años se han esmerado en acentuarlo: la Boca parece resumir todo el Riachuelo, todo el Sur.

Se han atribuido diversas explicaciones a tan decidida personalidad, como la vecindad del río y las tareas portuarias, o el carácter melódico, narrativo y colorístico de nuestra versión de lo italiano. Pero son insatisfactorias. Pompeya y San Cristóbal Sur también crecieron en el borde del Riachuelo, por no mencionar los partidos provinciales, como Avellaneda o Valentín Alsina. Ya nadie recuerda que Montserrat era barrio de naciones africanas y la marca yiddish de Villa Crespo se diluyó en algún negocio kosher; lo italiano no parece ser exclusivo atributo boquense, como lo prueba la guía telefónica. Uno de los motivos que hoy identificamos con la Boca, las casas sobre pilotes, primero de madera y luego revestidas de chapa, existían a principios del siglo pasado en muchos ámbitos inundables –y permanecen en la isla Maciel–. ¿Cuál fue entonces la particular historia de este barrio, la que permitió no sólo que se convirtiera en un paisaje urbano típico sino que persistiera en el tiempo como tal, a pesar de los embates de la miseria?

Nos encontramos ante un trabajo cultural que durante más de un siglo construyó, con los elementos disímiles que iban conformando el espacio físico y social, el paisaje que hoy los porteños reconocemos como propio y que ningún turista deja de visitar. Un paisaje implica una dimensión significativa: es una representación, cuya estructura semántica permite su estabilidad en el tiempo y su relativa autonomía de los cambios; estamos ante esas creaciones a las que se califica como obras de arte colectivas.

Pero en esta representación son claves las determinaciones naturales, técnicas y sociales, y aun la crasa materialidad de los objetos que luego adquieren un estatuto simbólico. Así, la historia del paisaje del Riachuelo comienza con la pregunta más elemental: cómo era este arroyo divagante antes de que fuera transformado. Lo que hoy llamamos Riachuelo abandonaba el nombre a la altura de Puente Alsina, y fue constituido a fines del siglo XIX en límite político y en puerto, esquivando el destino del arroyo Maldonado –convertido en la avenida Juan B. Justo–. Al ser elegido como límite con la provincia después de largos debates (otros querían incorporar Barracas Sur a la capital) el Riachuelo perdió la oportunidad de unir en lugar de separar. Esta elección también implicó la continuidad de los trabajos de rectificación que venían desarrollándose desde antes de 1880, y la posterior canalización del tramo actual, que obedeció a las necesidades del puerto. Hasta que en 1936 se decidió por decreto que la primera Buenos Aires había sido “fundada” en las alturas del parque Lezama, muchos historiadores daban por cierto que Mendoza había establecido el caserío sobre el Riachuelo, al pie de las barrancas –el perfil de la costa era notablemente distinto antes de la rectificación–. Los boquenses discutieron la decisión oficial: la marca del origen indicaba un destino para la ciudad, el destino de ciudad inmigrante y puerto abierto, no de patricia fundación.

Hacia la cuarta década del siglo XIX los habitantes de “la ciudad” reconocen que ha crecido allí una población formada por hombres de origen ligur dedicados a las tareas del mar. Las distancias físicas de entonces, agravadas por la dificultad del transporte y los caminos inundables, hicieron del lugar un pueblo separado. También lo era la vecina Barracas (Norte y Sur), que albergó depósitos, saladeros, curtiembres, instalaciones destinadas a la próspera industria de la carne, y continuó como emplazamiento privilegiado, en la orilla provincial, para los grandes frigoríficos. El puerto determinaba las actividades.

Mucho se ha escrito sobre los problemas portuarios de Buenos Aires, sobre las dificultades para su construcción; sólo los barcos de poco calado podían internarse ocasionalmente hasta el abrigo de la pequeña ensenada, a través de un canal que pasaba frente a la ciudad; el resto anclaba en los “pozos”, en aguas profundas. Pero el viejo canal se fue cegando, lo que dio lugar a interminables discusiones sobre el mejor sitio para construir un verdadero puerto. Los debates se zanjaron a principios de 1880, con la elección de la propuesta de Eduardo Madero en detrimento de la del ingeniero Luis Huergo, cuyo baricentro se encontraba en el Riachuelo. Años más tarde, Eduardo Huergo, su hijo, interpretó de manera original el mandato paterno: como director del Departamento de Obras del Riachuelo, se propuso convertirlo en canal industrial. Su proyecto es la base del Riachuelo actual. Con entusiasmo, gran parte de la industria local creció en el sector que se extiende desde el Puente Pueyrredón hasta el de
la Noria.

L
as orillas del Riachuelo, aguas arriba del Puente Pueyrredón, comienzan a ser consideradas a partir de estos trabajos como áreas de oportunidad. Ya desde mediados de 1920 se advierte la potencialidad de estos terrenos en gran parte públicos para construir reservas verdes y vivienda social ligada a una industria pujante. Los proyectos culminaron tardíamente, en la orilla porteña, en parques y complejos como Lugano y Soldati. Pero, como prueba la misma canalización, que quedó trunca, los programas fueron fragmentarios, o utópicos, y frecuentemente enfrentados: el Sur, limitado por el deslinde en diversas jurisdicciones políticas y administrativas, sólo era atendido por el poder municipal con espíritu asistencial y no como el área de oportunidad futura que tantos señalaron. Las orillas del Riachuelo y su articulación con el Matanzas quedaron virtualmente desconocidas para quienes no habitaban allí. Lo que la ciudad no mira, no existe: y mirar significa representar.


III
Ésta es la diferencia de la Boca. En contraste con otros pueblos, barrios o caseríos que crecieron a lo largo del Riachuelo-Matanzas, la Boca no sólo construyó una identidad con los materiales de su pobreza, sino que la hizo visible para el imaginario público de Buenos Aires: la representó en sede estética, la pintó.

Este rasgo boquense asombra en una cultura como la nuestra, tan determinada por la literatura. No obstante, no emerge de la nada: cuando el resto de los barrios de la Capital eran vecindarios desamparados, la Boca era sede de cantidad de instituciones localistas, desde academias de pintura y música hasta revistas culturales y grupos políticos. Su separación física del centro, tardíamente suturada, promovió un crecimiento de relativa independencia que sin embargo pudo alimentarse, porque la lejanía no era total, de los beneficios de las políticas de integración.

En este marco crece el ímpetu pictórico que desde muy temprano se establece en el lugar. Sabemos que en las primeras décadas del siglo XX, pintores, dibujantes y grabadores eligieron las orillas del Riachuelo como sitio de sus talleres y motivo de su inspiración. Después de la avanzada de Victorica, que estableció su estudio con vista al transbordador Avellaneda, muchos artistas llegados de París imitaron su gesto. Pero este movimiento no hubiera bastado para convertir a la Boca en lo que es. No podemos evitar el recuerdo de quien construyó literalmente el paisaje del barrio: Quinquela Martín. Su trabajo excede los juicios de calidad sobre su pintura, que se recorta contra un fondo de pintores más refinados, como Lacamera y Cunsolo, y sobre la funcionalidad política de su leyenda –el presidente Alvear lo visitaba en su estudio y todo el pueblo de la Boca lo recibía al regreso de sus giras–.

Su producción pictórica le permitió traducir para un público amplio lo negro en color: transfiguró en alegría la desdichada experiencia de aquellos trabajadores en un ambiente que aceptaba toda calificación menos la de la belleza. Puede considerarse esto como falso consuelo; pero no puede negarse la fuerza y la novedad de las operaciones que Quinquela realiza cuando escapa del marco de la tela, aunque suponiéndola como condición de su autoridad. Quinquela aconsejaba sobre los colores con que los vecinos debían pintar sus fachadas; construía los murales de las escuelas-museo que fundó con sus propios medios; coloreaba las carcazas de los colectivos y los delantales de los niños del jardín de infantes en las instituciones que apadrinaba; hasta los tallarines, en las cenas de la Segunda República de la Boca, debían ser de tres colores. Después de muchos frenos burocráticos, logró que el recodo formado por las vías subsidiarias del ex ferrocarril Sud fuera municipalizado: la calle, con el nombre de Caminito –por la canción de su amigo Filiberto que evocaba un camino de La Rioja– fue inaugurada en 1959, y pasó a funcionar como teatro al aire libre, lugar de exposiciones, corazón y modelo del barrio, con su decorado de ropa tendida y fondos de conventillo. Es la primera vez que un ambiente anónimo, sin significado en la historia “nacional”, de escasa antigüedad, es preservado oficialmente. Quinquela creó el color de la Boca, reuniendo lo que las generaciones anteriores habían amasado.

La Boca puede ser, en este sentido, un observatorio de todo el Riachuelo, de todo el Sur, de todos los ámbitos que han sido descartados. Desde las alturas del puente, aún podemos ver el paisaje industrial del Riachuelo que simboliza la condición que permitió a la Boca construirse; sin este trasfondo, se estiliza en mero decorado turístico. Al mismo tiempo, la Boca supo resumir la vida dura pero esperanzada de tantos inmigrantes que, como los actuales, fueron recibidos con desconfianza y temor. Dio identidad estética a este mundo: lo hizo visible. Hizo visible, además, ese paisaje que para muchos, como para mí, es el paisaje de la infancia, el momento mítico en el que todo es posibilidad."

* Véase: www.revistatodavia.com.ar
todaVÍA # 8 | Agosto de 2004

martes, 21 de junio de 2011

Bares de la calle Necochea al 1300

La calle Necochea era  llamada "Del Camino Viejo" (el Camino Nuevo era Almirante Brown); más tarde la nombraban como "la Calle del Pecado", porque se había convertido en algo así como una zona roja, por la cantidad de casas de citas y piringundines instalados en esta calle angosta y sin árboles.
Me acuerdo que, en mi infancia, había varios bares: en Necochea al 1300, uno, al que llamábamos el "café de los negros", ubicado en Necochea y Olvarría, adonde paraban muchos marinos mercantes provenientes de Cabo Verde (Africa).  Sus dueños eran, en ese momento, un matrimonio español de apellido Ibáñez, cuya hija iba conmigo al colegio. Casi enfrente había una lechería, adonde comprábamos los helados de tipo sándwich, con leyendas que nos entusiasmaban. Otro bar era el de Carlitos Patarlini (pero ubicado más cerca de Lamadrid que de Olavarría).
En la esquina de Lamadrid y Necochea estaba el restaurante Jadrán, donde se mezclaban yugoslavos y argentinos. Al lado se encontraba la peluquería de "Milenco" (Emilio Mirco), quien tenía dos hijos: "El Neno" y "El Chiche" --todos llamaban la atención por su gran estatura--.
Justo enfrente de mi casa había un piringundín, donde las coperas, regenteadas por un cafishio, hacían las delicias de los marineros y atorrantes varios que visitaban el lugar.
Allá por el año 55 o 56, estaba también el cafe-bar Dalmacia, con ventanas tipo tranvía, en la misma vereda de mi casa y cerca de la cigarrería de los Cittadini; sus dueños organizaban los corsos en la cuadra en los Carnavales. 

Los nenes de Suárez y Gaboto

"Los Nenes de Suarez y  Gaboto" eran una agrupación nacida por la década del 50, una comparsa de Carnaval de aquellos tiempos. Sus "reinas" travestidas hacían furor cuando desfilaban vestidas con trajes despampanantes. A ellos les dediqué el siguiente poema incluido en mi libro Blues del amasijo:
LOS NENES DE GABOTO*, de María del Carmen Colombo

aunque debamos arrancarnos los senos
detrás de las cortinas
y la aguja nos tiemble al deshacer
el traje
ya la pluma de rimel sin su mohín
obsceno entre ciegas serpientes de estrás
decapitadas

así sea el esperma un pellejo de joyas
al carnoso ronquido de nalgas
rasurando su balancear
de duna ese abanico
en celo     contra la luz     acabe

y no se dé a la voz más que el zarpazo
de nuestro maquillaje
o margarita agujereada

quien alce su sombrilla
como violenta danza de resplandor
desfondará la noche
cuando el pétalo amargo del carnaval
nos turbe con delirios

lunes, 20 de junio de 2011

Fabriqueras...

Compartíamos nuestro patio con una familia gallega, Los Barbeito, integrada por el padre, Don Pancho; la madre, doña Carmen, y sus cuatro hijos: Vicente, José, Nora y Luisa. 
Las dos hijas de la familia trabajaban en la Fábrica Argentina de Alpargatas, ubicada en uno de los límites del barrio con Barracas, en la Avda. Patricios y Olavarría.
A Nora y a Luisa, que parecían dos de las "Chicas de Divito", las llamaban, por eso, las "fabriqueras", como en el tango "Muchacho": Decime/si conocés la armonía,/la dulce policromía/de las tardes de arrabal,/cuando van las fabriqueras/
tentadoras y diqueras/bajo el sonoro percal...

sábado, 18 de junio de 2011

¿Qué escritores nacieron o vivieron en La Boca?: ayudanos a completar la lista...

Además del gran Filiberto, el autor de "Caminito", muchos otros escritores nacieron o vivieron en el barrio de La Boca. Nosotros encontramos los siguientes:
2) Roberto Mariani (cuentista), 3) Porchia (pensador y poeta), 4) Griselda Gambaro (dramaturga, narradora), 5) Pedro Orgambide (narrador), 6) María del Carmen Suárez (poeta), 7) Graciela Silvestri (investigadora, ensayista), 8) Rodolfo Edwards (poeta), 9) Marcelo Carnero (poeta) y 10) esta humilde servidora (María del Carmen Colombo, poeta).
Si sabés de alguno más, mandanos un email con su nombre, ¡muchas gracias!

* 11) Agregamos a la lista al poeta Crispín Ortíz.

jueves, 16 de junio de 2011

Manuel Gálvez: Historia de arrabal

Historia de arrabal, libro del escritor argentino Manuel Gálvez, fue publicado en 1922. El lugar donde se desarrolla esta novela es el barrio de La Boca, y es por eso que lo recomendamos. La primera edición fue ilustrada con 45 bellos grabados de Adolfo Bellocq, reconocido grabador, xilógrafo y pintor.
"Era un sábado, a las cinco de la tarde. Las paredes y los techos del Frigorífico, cuyos edificios monumentales se extendían junto al Riachuelo, como una inmensa, altísima y compacta masa blanca, habían adquirido, en aquel atardecer de mayo, suaves tonalidades azulinas."



"El habitual bosque de mástiles de aquel recodo del Riachuelo parecía más fantástico que nunca. Al comienzo de la Vuelta (de Rocha), el largo y alto casco de un barco, todo rojo, brillando al sol descendente, pintaba el agua con estremecimientos bermejos."

Marcelo Carnero: Pequeño territorio de lo cierto...


Marcelo Carnero (Buenos Aires, 1978) es poeta y nació y vivió en el barrio de La Boca. Publicó Tratado de cuerpo (Ediciones La Carta de Oliver, 2008) y Sentido de la oración (Abeja Reina, 2010). Actualmente dirige, junto a otros poetas, la editorial de poesía Curandera. Pronto publicará un nuevo libro, Pequeño territorio de lo cierto, al que pertenece el texto que incluimos al final de este post y que, por pedido de este blog, nos envió generosamente el autor. 

Respecto del barrio, Marcelo nos cuenta: "Nací en Brandsen y Brown, y también viví en Palos 460, un conventillo enorme que se llamaba Conventillo de las 14 provincias o algo asï. El interior ocupaba casi toda la manzana y tenía entrada por la calle Palos, por el fondo de los bomberos voluntarios en la calle Brandsen y una entrada antigua que daba al fondo de otro conventillo con salida a la calle Pinzón, al lado de la Universidad Popular. En el año 82, una parte grande de ese conventillo se incendió, quedamos en la calle y pasé por varios lados: Suárez y Ministro Brin, 20 de Septiembre y Necochea, y al final fuimos a parar a un conventillo que quedaba en Ministro Brin y Brandsen. Allí es donde me crié, a una cuadra de la plaza Solís y de las cantinas! Años después me enteré que el mural que hay en la entrada al barrio, frente al Parque Lezama, está hecho con materiales del conventillo de Palos 460! Me emociona hablar de todo esto! Qué bueno que surja, es un barrio que amo tanto y que está tan abandonado y destruido, me entristece mucho que se haga muy poco con un barrio con tanta historia e historias! "
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Del libro de Marcelo Carnero, de próxima aparición, Pequeño territorio de lo cierto:
Muchas veces, cuando pienso en contar una historia, me invade el terror de no tener una lengua. Y cuando digo “no tener una lengua”, quien no la tiene, sabe todo lo que esto implica. Pero ¿no somos acaso, hechos apartados de nosotros mismos? Tener la boca llena de arena, pero que esa arena, nunca alcance la cifra de la asfixia. Muchos de ustedes habrán vivido o presenciado un incendio, yo viví tres. Es rara la sensación que tengo al recordar el primero, quizá porque es una bisagra en mi vida, la primera memoria del desamparo. Hay que tener una voluntad de hierro para salir de eso, y venir a dar al mundo, para que el mundo lo reciba a uno como a un extraño. Porque un sobreviviente siempre es sospechoso, primero ante sí mismo. Un sobreviviente es el mapa hacia el terror, y muchas veces no tiene lengua o invoca una desconocida. Pocas veces pude sentirme yo mismo en algún lado. Porque la experiencia del hambre o la falta de amor, van generando una sensación de torpeza, de fuera de foco, una sensación de que el mundo y el modo de acercarse a él, son inhallables. Y aunque esos hechos ocurran en lo fatal, parecieran necesitar, como cualquier cosa necesita para crecer, el calor de algo, de ese fuego que no recuerdo. Digo, no recuerdo las llamas, aunque tuve que pasar a través de ellas. Aunque sí vi después, un día que volví con mi madre a los restos de la casa, en los hierros retorcidos de una cama, entre tantas otras cosas destruidas, el dibujo de ese infierno. También el fuego, actuó como a veces actúa la memoria. Ya que lo único que se salvó de aquella casa, extrañamente intactas, fueron unas fotos de un cumpleaños de mi hermana, que por años tuvieron un tremendo olor a humo que a mí se me hacia irresistible. Cada tanto, robaba esas fotos de la caja donde permanecían guardadas y las olía, en secreto, como si quisiera introducir en mí ese olor, ser ese olor. Y ese fuego, digo, no brota en cualquier cosa, elije demasiado bien su cauce. En mi caso el fuego no fue purificador, aunque nunca se sabe. Por años trate de rastrear minuciosamente en los recuerdos, para ver si en alguna fisura, la realidad había dado una señal, había dejado que se rasgara su pacto con lo imprevisto, había anticipado su desastre. Recuerdo la mesa para la cena. La voluntad de que las cosas pudieran ser más felices. No tengo memoria de más nada, hasta que se reanudan las imágenes con los gritos de mis hermanas, todos corriendo de un lado a otro, la sensación de estar al borde de ser abandonado. Pero lo que quiero contar, no es un recuerdo, es un hecho que no ocurrió en la fantasía de la subjetividad. Entonces como decíamos, nada fuera de lo común: un incendio, muchas familias en la calle y una muerte. Pero una muerte, como una lengua, nunca es cualquier muerte. Allí, una familia encerraba todas las noches a su hijo con un candado por fuera de la puerta, para que no se “escapara”, porque el hijo era alcohólico. Comenzó el fuego y esta gente se decidió a salvar, con mucho riesgo de su propia vida, uno a uno, todos los muebles que pudo, y, cosa terrible, se olvido del hijo."