jueves, 31 de octubre de 2013

María del Carmen Colombo: Relato: En el círculo mágico



    
          Abuela fertilizaba las plantas con bosta de caballo. Ella misma, pala en mano, se encargaba de recogerla de la calle --en esa época todavía era común la tracción a sangre. 
        El caballo del verdulero  proveía el abono. El verdulero lo estacionaba  enfrente de casa. Y allí iba presurosa la abuela, se acercaba con cuidado a la cola del animal, y con  destreza su pala retenía los desechos, que después iba acarreando esforzada y contenta. A veces el caballo doblaba apenas la cabeza intentando espiar  por el cubre ojos, como hacen las personas cuando alguien les va a aplicar una inyección. Pero después movía la cola con desgano, aliviado al adivinar la presencia de la abuela.
        Daba pena el percherón. Haber nacido caballo –murmuraba ella al verlo ahí, siempre de pie, bajo el sol o la lluvia. Meta cinchar, tirar del carro.  Parecía comprenderlo, íntimamente. Cuando algún vecino le preguntaba, ¿y, doña, como va?, la abuela, apocada, como si viera reflejada su existencia en el destino proletario del animal, tirando, m’hijo, tirando, respondía.
       Las plantas crecían  fuertes y hermosas. El potus no era la excepción. Sus hojas empezaron a asomarse tímidas  entre los helechos. Nosotros al principio no le prestamos atención.  Pero silenciosamente la planta fue desatando la majestad de su presencia. Y, así, de largos tallos que adivinábamos jugosos se abrieron unas hojas inmensas y acorazonadas, color verde intenso,  que no necesitaban de la luz para brillar, tan lustrosas eran.
           En el rincón del patio donde el potus reinaba en su belleza, mi hermana y yo jugábamos a las visitas. A la hora de la siesta arrastrábamos una mesita desvencijada, dos o tres banquitos, lo que quedaba de un jueguito de té. Tomábamos agua y comíamos galletitas embebidas en esa agua hasta hartarnos. Cuando no disponíamos ni de una miga de pan  cortábamos ramitas de malvón, de helecho; hojitas y pétalos de jazmín del país, que tragábamos, sin chistar, entre reverencia y reverencia.
         Lo de recurrir a las plantas fue idea de mi hermana. A ella le gustaba  experimentar con cosas nuevas porque se aburría con facilidad.  Siempre introducía variantes en los juegos. Y yo me entregaba emocionada, como a la espera de un significado desconocido,  que, seguro, pensaba, iba a llegar de un momento a otro  gracias a  sus ocurrencias. Su inventiva era inagotable y la  aplicaba también en idear respuestas rápidas en caso de tener que afrontar consecuencias. Son las hormigas, decía, lo más campante,  cuando la abuela, apenada, descubría los destrozos en sus plantas.
           A mí el papel de cómplice me hacía sentir bien, como si hubiera sido aceptada en el exclusivo club de chicas más grandes. Además, me decía, si la mentira llegaba a ser descubierta, sería ella la que cargaría con el reto. Quién iba a creer que a alguien tan sonsa como yo se le podría ocurrir semejante picardía.
             Una tarde mi hermana quiso experimentar con los brotes del potus. Los fue arrancando y, de a pedacitos, los sirvió en uno de los platos. “Pase, pase y sírvase, doña Amalia”  me dijo, imitando el tono de una de esas señoronas que teníamos como vecinas. Comencé a masticar los brotes mientras intentaba disimular el malestar que me producía el sabor amargo de una especie de jalea viscosa.  En algún momento me pareció que mi hermana me miraba como esperando algo de mí, una reacción  apropiada al juego quizá. Pero mi boca supo antes de qué se trataba. Boca, lengua, paladar, y mis  encías desprotegidas ante la tormenta de agujas y alfileres que  descendía por mi garganta.  Corría por el patio escupiendo y gritando. Mi hermana, asustada, me alcanzó un vaso de agua, después uno de leche. Probé también  un huevo crudo, mordí un tomate, tragué harina, levadura, miel. No sé en qué momento  desapareció el alfiletero de mi boca, tampoco recuerdo haber hablado de este  incidente  con mi hermana. En casa nadie se enteró de lo sucedido. Pero por una semana no pude ir al colegio por la indigestión. 
        Durante los días de convalescencia me acordaba del caballo. Cerraba los ojos y lo imaginaba trotando desnudo vaya a saber por qué campo  infinito. A veces, detenía la imagen a voluntad, como para retratarlo. Si él olfateaba la hierba me provocaba náuseas,  entonces, pasaba rápido a otra escena, una en donde lo veía acariciando el agua de lluvia de los charcos con su lengua rosada.

jueves, 11 de julio de 2013

Luciano Beccaria: Espirales de humo...

 
 Por Luciano Beccaria, crónica extraída de: http://lucpierrot.blogspot.com.ar/, acerca del ciclo
 Arrojas Poesía al Sur.
 
El tiempo gira en espirales que completan ciclos, pero también superan con su caudaloso presente vivencial a lo ya visto, al recuerdo corporal de una estación que se repite con sus rituales pero salta en calidad. El latido de la tierra resonó en un nuevo año: el golpe en el cuero repercutió la madera e hizo vibrar el entorno de rieles que anunciaban la llegada de un invierno sin maquinista. El fuego crujiente de hierbas secas que expresaban deseos y buenos augurios mutó en el humo que comenzó a ascender al helado cielo estrellado.
Y como un gesto de arrojo que nadie podía prever, volvió Arrojas Poesía al Sur. El ciclo autogestivo que había apagado temporalmente sus fueguitos en la última primavera, regresó de las cenizas a El Malevaje de La Boca, tal como el invierno pasado. A pesar del frío óseo, las lentejas y el vino ahumaron el ambiente que palpitaba el inicio del encuentro.
Luego del chico, piano y repique de la cuerda de tambores África Ruge, a cargo del maestro Juan Candamia, los sonidos del continente leonino perfilaron los oídos como una brújula hacia el escenario de luces tenues, donde Zulma Ducca y Laura Boscariol arriesgaron notas y melodías magnéticas.  
Marta Sacco, organizadora del ciclo junto a Ducca, presentó el encuentro y a continuación tuvo comienzo la mesa de poetas anfitriones, con la participación de Carlos Moretti, del Frente de Artistas del Borda (que junto a los talleres de escritura de los hospitales de Barracas y la editorial Eloísa Cartonera ya forman parte del elenco estable del ciclo), que leyó poemas de internos y reivindicó los talleres protegidos recientemente truncados por el gobierno porteño; Wálter Hidalgo, joven poeta ganador del Premio Sudaca Border 2013 de Eloísa Cartonera, que le editará su libro Soy un villero, del cual leyó pinceladas de impresiones callejeras; y Mariángeles Taroni, residente del Valle de Punilla en Córdoba, que contó las peripecias de vivir en un rancho en la montaña, en diálogo permanente con la naturaleza, sus alimañas, sabores y ruidos. A continuación, Ducca y Boscariol entonaron “Que sea el río”, con letra de Taroni.
Más tarde, la poeta y traductora Amalia Sato dio inicio al capítulo oriental con la presentación del teatro japonés de láminas conocido como kamishibai. La directora de la revista Tokonoma leyó un texto de Damián Blas Vives que relata un mito japonés en el que aparece la diosa del Sol, Amaterasu, mientras Nicolás Prior presentaba las ilustraciones de su autoría, descorriendo una y otra lámina en simultáneo a la historia. Luego Sato leyó un par de poemas más que dieron pie al siguiente segmento. Pero todavía faltaba un avistaje hacia (Asia) el horizonte del levante, que abrazara al sol en un nuevo ritual.



En la mesa de poetas invitados desde otros puntos cardinales primó el cercano Oriente. La poeta montevideana Ana Lafferranderie rescató el eco de los tambores de los rescoldos que quedaban junto a la vía, allá afuera, como viejas voces del Uruguay más africano. Y en esa lectura, la humareda se espiralaba y entrelazaba un poco más. "Se puede estar en la memoria, ser antiguo. Reconocer las palabras en su curso. Y todo lo que vino será una saga, cada cosa el giro de un ovillo. Esta voz que desborda volverá a otros para hablar de sí".
Luego llegó el turno de María del Carmen Colombo, nacida en La Boca, que leyó tres poemas de su libro La familia china, en contrapunto con Ducca y Boscariol, que musicalizaron tres de sus textos. "Son chinas las tres chicas, pintadas por el fino pincel de un copista oriental. Ojos como rendijas miran la escena de la madre, lavando el kimono en el piletón del patio. Las miradas finitas rayan las ojeras de la madre, imitación de la sombra de un árbool exótico. Le dibujan persianas cerradas para protegerla de un sol de siesta, insoportable". Desde el Malevaje, terreno de compadritos de arrabal que oficia de límite con el Barrio Chino de La Boca, brotaron como humo (como cálido vapor de la boca) voces e ideogramas en lunfardo que abrigaron a los presentes.
Entre ellos, el artista plástico Alfredo Portillos, que vive en el barrio boquense, y que, tal como dijo Sacco, "acompañó el fueguito que primero calentó parches y después transformó en cenizas lo no querido y, en el mismo acto, iluminó los deseos de los participantes de este ritual urbano, Inti Raymi porteño en las vías de Garibaldi, a metros de Caminito".
 
El bloque final estuvo a cargo de la música y compositora salteña Sandra Aguirre, nominada a los Premios Gardel 2013 por su disco Flores como mejor álbum de folclore alternativo. Emponchada del rojo y negro tradicional de su provincia, la comadre de Sara Mamani –quien también estuvo presente– representó al norte arrojando su voz al sur, acompañada de guitarra, pezuñas y la Rosa de los Vientos, para dar fin al encuentro con las últimas chispas y tizones de calor.
El micrófono abierto apenas dio espacio para la música de Julieta Cal. Pero el frío y la noche profunda obligaron al grueso de los presentes a enfundarse para una retirada satisfecha, bordeando las vías de un ocasional Expreso de Oriente. Arrojas Poesía al Sur bajó la persiana para hibernar con la despensa llena de material sensible para alimentar cuerpo y alma. El espiral completó una nueva vuelta para seguir su rumbo nuboso de deseo ascendente. Lo demás es ceniza siempre dispuesta a renacer.

martes, 2 de julio de 2013

María del Carmen Colombo: La caída










































 Caigo, hacia adentro, como se cae en los sueños. Alguien cubre mi cabeza con su mano, y la caída parece  detenerse. Siento el olor penetrante del alcanfor, viene del fondo del cuenco, que ahora parece un agujero de paredes ásperas. Palpo el descarnado regazo, sus paredes, secas, como hueso. ¿Quién me ha dejado aquí? Me ahogo y asomo la cabeza. Ráfagas con olor a petróleo me envuelven. Miro hacia arriba, buscando protección, pero sólo encuentro el enrejado del puente por donde asoma el cielo.  Otra vez parece que voy a caer;  y me aferro a ese cuerpo que me aúpa,  oculto mi cara  y cierro los ojos entre los brazos de la abuela. Puedo escuchar cómo tose  a lo lejos un remolcador. Curiosa entreabro  los ojos y espío al gran chinchorro repleto de gente que, ahí cerca, sube y baja embriagado por el balanceo del agua aceitosa, que oscila al compás de los remos del barquero. El mareo me obliga a buscar refugio en la abuela, nuevamente. Hasta que una voz avisa que estamos por llegar al otro lado. Las orillas  del barrio de La Boca  se van haciendo cada vez más coloridas.






 +Texto inédito, incluido en un nuevo libro de relatos.