En
el patio de casa, sentada en una sillita, miro cómo una paloma picotea miguitas
del piso. De pronto, una agitación de alas en el aire. Levanta vuelo la
paloma.
Mis ojos, siguiéndola, se alzan y encuentran
el cielo lejano y muy azul, manchado con algunas nubes, y después a mamá, que
está colgando ropa allá arriba, en la terraza.
Mamá se pierde detrás de una sábana, su
cuerpo, velado, parece resistir el flujo y reflujo de la tela, agitada
por el viento. Después ella desaparece. Me desespero, el patio se agranda, el cielo se viene
encima.
Me levanto de mi asiento y la llamo, y justo
cuando estoy por llorar, la cara redonda y blanca de mamá se asoma por el hueco
que se forma entre dos prendas. Sonríe y me dice algo que no alcanzo a
escuchar.
Quieta, más bien paralizada al lado de mi
silla, la veo aparecer esta vez de cuerpo entero, sale toda ella de detrás de
una colcha como de un telón, y vuelve a ocultarse; una, dos, tres
veces se repite esa coreografía, hasta que mamá se desprende de la última
sábana y comienza a bajar por la escalera mientras se arregla el pelo
alborotado.
Ahora viene lentamente hacia mí. Está cerca,
muy cerca; se agacha y sus brazos me sujetan con fuerza. Yo hundo mi cabeza en
el cuenco de su pecho: siento el olor fresco de su piel, mezclado con el
perfume a sopa que parece desprenderse de las flores celestes de su batón.
*Texto inédito.
http://estebangabrielsilva.blogspot.com.ar/2011/05/riachuelo.html
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