miércoles, 22 de junio de 2011

Graciela Silvestri: Riachuelo*

por Graciela Silvestre,  
investigadora del CONICET-UNLP, área Historia del territorio


"¿Por qué la Boca, a diferencia de otros barrios cercanos al Riachuelo, escapó del anonimato convirtiéndose en un espacio con identidad propia? ¿En qué consiste esa particularidad, que va más allá de su carácter pintoresco y su condición de atracción turística?

I
Mi tío Roberto vivía con su familia, hace más de cuarenta años, en la calle Pinzón de la Boca. Trabajaba como ingeniero en la usina de electricidad del doque (el Dock Sud). La casa, beneficio del empleo, constituía una inusual colección de ambientes, algunos muy por debajo del nivel de la vereda, de manera que por las estrechas ventanas pegadas al techo se divisaba un paisaje de piernas en movimiento. Mi impresión más perdurable del barrio es ésta, la de las veredas altas con escalones, que obligaban a caprichosas adaptaciones arquitectónicas. Pero el barrio ofrecía más sorpresas para quienes lo visitábamos: en Mi tío Roberto nada se parecía al resto de los barrios populares, de trama cuadriculada, casas bajas de revoque gris, cafés en las esquinas y plátanos en las veredas de baldosas color vainilla.Muy cerca de la casa de mi tío, por ejemplo, subía bruscamente una pista que se convertía en moderno puente carretero cruzando el río. Uno de los paseos favoritos de la tarde de domingo consistía en visitar el lugar subiendo por interminables escaleras mecánicas. Desde las alturas, se divisaba hacia el Oeste el Riachuelo cruzado por otros puentes no menos notables –una colección completa de estilos, usos y técnicas posibles–. El paisaje ostentaba además vapores densos, remolcadores, pequeñas barcazas de madera alineadas en las orillas curvas, muelles sólidos o derruidos, casas de chapa y depósitos, y en la lejanía las moles blancas de los frigoríficos. El panorama se ordenaba siguiendo la cinta del pequeño río, plateado a la luz de la tarde. Mirando hacia el Este, en cambio, se descubría la insólita amplitud del Río de la Plata. Era tan sublime como el terror que yo sentía cada vez que subía al puente, porque todavía se recordaba un ominoso episodio que ya había sido trasladado al cine: el accidente de la madrugada del 12 de julio de 1930, cuando el tranvía 105, que llevaba trabajadores de una orilla a otra, cayó en el Riachuelo al abrirse el puente Bosch.

Si desde las alturas del puente nuevo el paisaje era sublime, aterrador o majestuoso, recorriendo las calles boquenses el cuadro era brillante y pintoresco, y persiste asociado en mi memoria al sol del mediodía de domingo. En unas pocas manzanas, el efecto era similar al de un escenario de pieza costumbrista: el color y la fragilidad de las chapas, los emplastos de estuco en las fachadas de las cantinas como artesanías de papel maché, los interiores entrevistos –los patios con trillages y macetas con malvones–, la atmósfera acuática con que los entusiastas pintores del barrio gustaban de decorar las paredes de los sitios públicos. Y aunque en la década del cincuenta Buenos Aires era todavía un mundo de familias inmigrantes europeas, sobre todo italianas, sólo la Boca parecía el fondo natural para las melodías de “O Sole mío”, “Nabucco” o “Quel Mazzolin dei Fiori”. Hasta la insignia del club Boca Juniors, inspirada en la bandera sueca, me parecía, por su estridencia, italiana.

Me pregunto hasta qué punto yo percibía entonces la pobreza del entorno: o, más bien, de qué pobreza se trataba. La Boca que yo conocía estaba poblada de familias como la mía, sectores populares con mayor o menor fortuna, con algún pariente maestro, otro estibador, otro médico; los niños asistían a la escuela pública, los jóvenes bailaban en los clubes y las abuelas secaban los tallarines en el palo de escoba. La clase media argentina acompañaba sin sobresaltos la comedia costumbrista que la pintoresca escena boquense sugería.

II
Muchos años después volví al Riachuelo como investigadora. Desconfiaba lo suficiente de los relatos canónicos como para reconocer que mi experiencia infantil, confirmada por tópicos socialmente asentados, daba cuenta de una historia parcial. Pero fue justamente esto, la suma de lugares comunes integrada sólidamente a la experiencia, lo que me llevó a revisar las formas en que esta imagen se había conformado. Digo imagen en sentido específico y no metafórico: otros barrios de Buenos Aires, aun aquellos que han sido cantados por el tango, carecen de rasgos físicos fuertes que nos permitan diferenciarlos, excepto que hayamos vivido allí –se encuentran estilizados en el almacén de la esquina, la casa chorizo, la calle empedrada y el farol–. La Boca, atípica, emerge con cualidades plásticas definidas. Ya asentado su carácter, las intervenciones de los últimos años se han esmerado en acentuarlo: la Boca parece resumir todo el Riachuelo, todo el Sur.

Se han atribuido diversas explicaciones a tan decidida personalidad, como la vecindad del río y las tareas portuarias, o el carácter melódico, narrativo y colorístico de nuestra versión de lo italiano. Pero son insatisfactorias. Pompeya y San Cristóbal Sur también crecieron en el borde del Riachuelo, por no mencionar los partidos provinciales, como Avellaneda o Valentín Alsina. Ya nadie recuerda que Montserrat era barrio de naciones africanas y la marca yiddish de Villa Crespo se diluyó en algún negocio kosher; lo italiano no parece ser exclusivo atributo boquense, como lo prueba la guía telefónica. Uno de los motivos que hoy identificamos con la Boca, las casas sobre pilotes, primero de madera y luego revestidas de chapa, existían a principios del siglo pasado en muchos ámbitos inundables –y permanecen en la isla Maciel–. ¿Cuál fue entonces la particular historia de este barrio, la que permitió no sólo que se convirtiera en un paisaje urbano típico sino que persistiera en el tiempo como tal, a pesar de los embates de la miseria?

Nos encontramos ante un trabajo cultural que durante más de un siglo construyó, con los elementos disímiles que iban conformando el espacio físico y social, el paisaje que hoy los porteños reconocemos como propio y que ningún turista deja de visitar. Un paisaje implica una dimensión significativa: es una representación, cuya estructura semántica permite su estabilidad en el tiempo y su relativa autonomía de los cambios; estamos ante esas creaciones a las que se califica como obras de arte colectivas.

Pero en esta representación son claves las determinaciones naturales, técnicas y sociales, y aun la crasa materialidad de los objetos que luego adquieren un estatuto simbólico. Así, la historia del paisaje del Riachuelo comienza con la pregunta más elemental: cómo era este arroyo divagante antes de que fuera transformado. Lo que hoy llamamos Riachuelo abandonaba el nombre a la altura de Puente Alsina, y fue constituido a fines del siglo XIX en límite político y en puerto, esquivando el destino del arroyo Maldonado –convertido en la avenida Juan B. Justo–. Al ser elegido como límite con la provincia después de largos debates (otros querían incorporar Barracas Sur a la capital) el Riachuelo perdió la oportunidad de unir en lugar de separar. Esta elección también implicó la continuidad de los trabajos de rectificación que venían desarrollándose desde antes de 1880, y la posterior canalización del tramo actual, que obedeció a las necesidades del puerto. Hasta que en 1936 se decidió por decreto que la primera Buenos Aires había sido “fundada” en las alturas del parque Lezama, muchos historiadores daban por cierto que Mendoza había establecido el caserío sobre el Riachuelo, al pie de las barrancas –el perfil de la costa era notablemente distinto antes de la rectificación–. Los boquenses discutieron la decisión oficial: la marca del origen indicaba un destino para la ciudad, el destino de ciudad inmigrante y puerto abierto, no de patricia fundación.

Hacia la cuarta década del siglo XIX los habitantes de “la ciudad” reconocen que ha crecido allí una población formada por hombres de origen ligur dedicados a las tareas del mar. Las distancias físicas de entonces, agravadas por la dificultad del transporte y los caminos inundables, hicieron del lugar un pueblo separado. También lo era la vecina Barracas (Norte y Sur), que albergó depósitos, saladeros, curtiembres, instalaciones destinadas a la próspera industria de la carne, y continuó como emplazamiento privilegiado, en la orilla provincial, para los grandes frigoríficos. El puerto determinaba las actividades.

Mucho se ha escrito sobre los problemas portuarios de Buenos Aires, sobre las dificultades para su construcción; sólo los barcos de poco calado podían internarse ocasionalmente hasta el abrigo de la pequeña ensenada, a través de un canal que pasaba frente a la ciudad; el resto anclaba en los “pozos”, en aguas profundas. Pero el viejo canal se fue cegando, lo que dio lugar a interminables discusiones sobre el mejor sitio para construir un verdadero puerto. Los debates se zanjaron a principios de 1880, con la elección de la propuesta de Eduardo Madero en detrimento de la del ingeniero Luis Huergo, cuyo baricentro se encontraba en el Riachuelo. Años más tarde, Eduardo Huergo, su hijo, interpretó de manera original el mandato paterno: como director del Departamento de Obras del Riachuelo, se propuso convertirlo en canal industrial. Su proyecto es la base del Riachuelo actual. Con entusiasmo, gran parte de la industria local creció en el sector que se extiende desde el Puente Pueyrredón hasta el de
la Noria.

L
as orillas del Riachuelo, aguas arriba del Puente Pueyrredón, comienzan a ser consideradas a partir de estos trabajos como áreas de oportunidad. Ya desde mediados de 1920 se advierte la potencialidad de estos terrenos en gran parte públicos para construir reservas verdes y vivienda social ligada a una industria pujante. Los proyectos culminaron tardíamente, en la orilla porteña, en parques y complejos como Lugano y Soldati. Pero, como prueba la misma canalización, que quedó trunca, los programas fueron fragmentarios, o utópicos, y frecuentemente enfrentados: el Sur, limitado por el deslinde en diversas jurisdicciones políticas y administrativas, sólo era atendido por el poder municipal con espíritu asistencial y no como el área de oportunidad futura que tantos señalaron. Las orillas del Riachuelo y su articulación con el Matanzas quedaron virtualmente desconocidas para quienes no habitaban allí. Lo que la ciudad no mira, no existe: y mirar significa representar.


III
Ésta es la diferencia de la Boca. En contraste con otros pueblos, barrios o caseríos que crecieron a lo largo del Riachuelo-Matanzas, la Boca no sólo construyó una identidad con los materiales de su pobreza, sino que la hizo visible para el imaginario público de Buenos Aires: la representó en sede estética, la pintó.

Este rasgo boquense asombra en una cultura como la nuestra, tan determinada por la literatura. No obstante, no emerge de la nada: cuando el resto de los barrios de la Capital eran vecindarios desamparados, la Boca era sede de cantidad de instituciones localistas, desde academias de pintura y música hasta revistas culturales y grupos políticos. Su separación física del centro, tardíamente suturada, promovió un crecimiento de relativa independencia que sin embargo pudo alimentarse, porque la lejanía no era total, de los beneficios de las políticas de integración.

En este marco crece el ímpetu pictórico que desde muy temprano se establece en el lugar. Sabemos que en las primeras décadas del siglo XX, pintores, dibujantes y grabadores eligieron las orillas del Riachuelo como sitio de sus talleres y motivo de su inspiración. Después de la avanzada de Victorica, que estableció su estudio con vista al transbordador Avellaneda, muchos artistas llegados de París imitaron su gesto. Pero este movimiento no hubiera bastado para convertir a la Boca en lo que es. No podemos evitar el recuerdo de quien construyó literalmente el paisaje del barrio: Quinquela Martín. Su trabajo excede los juicios de calidad sobre su pintura, que se recorta contra un fondo de pintores más refinados, como Lacamera y Cunsolo, y sobre la funcionalidad política de su leyenda –el presidente Alvear lo visitaba en su estudio y todo el pueblo de la Boca lo recibía al regreso de sus giras–.

Su producción pictórica le permitió traducir para un público amplio lo negro en color: transfiguró en alegría la desdichada experiencia de aquellos trabajadores en un ambiente que aceptaba toda calificación menos la de la belleza. Puede considerarse esto como falso consuelo; pero no puede negarse la fuerza y la novedad de las operaciones que Quinquela realiza cuando escapa del marco de la tela, aunque suponiéndola como condición de su autoridad. Quinquela aconsejaba sobre los colores con que los vecinos debían pintar sus fachadas; construía los murales de las escuelas-museo que fundó con sus propios medios; coloreaba las carcazas de los colectivos y los delantales de los niños del jardín de infantes en las instituciones que apadrinaba; hasta los tallarines, en las cenas de la Segunda República de la Boca, debían ser de tres colores. Después de muchos frenos burocráticos, logró que el recodo formado por las vías subsidiarias del ex ferrocarril Sud fuera municipalizado: la calle, con el nombre de Caminito –por la canción de su amigo Filiberto que evocaba un camino de La Rioja– fue inaugurada en 1959, y pasó a funcionar como teatro al aire libre, lugar de exposiciones, corazón y modelo del barrio, con su decorado de ropa tendida y fondos de conventillo. Es la primera vez que un ambiente anónimo, sin significado en la historia “nacional”, de escasa antigüedad, es preservado oficialmente. Quinquela creó el color de la Boca, reuniendo lo que las generaciones anteriores habían amasado.

La Boca puede ser, en este sentido, un observatorio de todo el Riachuelo, de todo el Sur, de todos los ámbitos que han sido descartados. Desde las alturas del puente, aún podemos ver el paisaje industrial del Riachuelo que simboliza la condición que permitió a la Boca construirse; sin este trasfondo, se estiliza en mero decorado turístico. Al mismo tiempo, la Boca supo resumir la vida dura pero esperanzada de tantos inmigrantes que, como los actuales, fueron recibidos con desconfianza y temor. Dio identidad estética a este mundo: lo hizo visible. Hizo visible, además, ese paisaje que para muchos, como para mí, es el paisaje de la infancia, el momento mítico en el que todo es posibilidad."

* Véase: www.revistatodavia.com.ar
todaVÍA # 8 | Agosto de 2004

No hay comentarios:

Publicar un comentario