"El humo llueve sin prisa / con espirales de hollín. / Bajo la lumbre carmín / se duermen los caseríos, / y en un fondo de navíos / pasa Quinquela Martín".
Creo que estos versos de Orlando Mario Punzi muestran con precisión cómo en el barrio de La Boca arte y vida formaban parte de un mismo paisaje. La mayoría de los artistas de La Boca nacen en el barrio y algunos llegan a la Academia: el escultor Pedro Zonza Briano, autor del monumento a Leandro N. Alern, y el pintor Miguel Diomede ocuparon un sillón en la Academia Nacional de Bellas Artes.Muchos tienen que librar su imprescindible lucha contra la pobreza y casi todos estudian en las agrupaciones culturales del barrio. En la biblioteca del Sindicato de Caldereros, una tarde, Quinquela descubre el libro El arte de Augusto Rodin y ahí comprende su destino. Y es en Unione e Benevolenza donde se forma Cúnsolo. En 1940, Fortunato Lacámera funda la agrupación Impulso, que ya había sido anticipada por el Ateneo Cultural de La Boca, en 1926.
El barrio es un polo de atracción y vienen artistas de otros barrios: el extraordinario grabador y escenógrafo Abraham Vigo y el excepcional Fació Hebequer, pintor, dibujante y grabador, que tanto admiraba Roberto Arlt. De La Boca fueron la cantante Rosita Quiroga, el compositor Pedro Láurenz, y el gran músico del barrio, con el que Punzi remata su poema "El gorrión y la luna": "Alguien silba con unción / un tema de tango muerto. / Y en las callejas del puerto / se aleja la melodía / mientras llora todavía / por Juan de Dios Filiberto".
Es en estas "callejas del puerto" donde Victorica, Lacámera, Daneri, pintarán lo mejor de su obra. Es aquí donde dos grandes pintores: Cúnsolo y Diomede, se harán inmortales.En los cuadros deshabitados de Víctor Cúnsolo siempre algo está por suceder. Algo extraño va a pasar y hay una atmósfera rara que confiere a la calle, al río, al puerto y a los barcos una magnitud de ensoñación. Un sosiego, una paz dormida están esperando. No se sabe qué esperan, pero esperan. Es como una respiración de ángeles. Cúnsolo crea una inmovilidad eterna, impone un lugar y delimita una arquitectura: todo puede suceder, pero siempre aquí, en estos límites precisos. No sé si Cúnsolo alcanzó a conocer a De Chirico: esa arquitectura que se impone sobre los seres, sobre las cosas y sobre la desolación, pero a mí me lo recuerda. Pero, a diferencia del gran maestro italiano, Cúnsolo no necesita de la reminiscencia de los clásicos. En sitios plebeyos, entre barracas inhóspitas y galpones destruidos, los mástiles desnudos van hacia lo alto, señalan el lugar donde han pasado las gaviotas, las huellas invisibles que dejan en el cielo. No hay nadie. Entonces el color estalla como un ramo de pólvora y la luz misteriosamente se duplica y brilla y vuelve a brillar sobre el río inmóvil. Cúnsolo murió a los 39 años, pero antes nos dejó la contemplación estupenda de un arrabal melancólico que él tornó luminoso como la esperanza.
"Una naranja es, para mí, un mundo necesario, perfecto." Esta confesión de Miguel Diomede creo que podría explicar su credo artístico. Para Diomede, el mundo es la pintura y busca en ella necesariedad y perfección. El hecho de que el mundo pueda caber en una naranja recuerda el descubrimiento de Borges en "El Aleph": "Vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo". Toda la historia del mundo cabe en "El Aleph" y todos los problemas de la pintura caben en una naranja. "Resolver" esa naranja es, para Diomede, resolver los problemas de la pintura. Sabe que la luz que ahora ilumina esa naranja mañana no va a ser la misma y anhela registrar ese paso. Y quisiera registrar el paso del tiempo en los rostros de todos los retratos y todos los autorretratos que pinta, y el ínfimo resplandor en el espejo y el matiz pasajero, esa fugacidad y sus enigmas, la perduración del instante en todos los objetos, juntos y al mismo tiempo, como están en el mundo, como quisiera que estuvieran en el cuadro. Y lo más difícil, sin apartarse de la figuración, sin destruir las formas, aunque creo que poco a poco las iba destruyendo. Por eso volverá una y otra vez a retocar infinitamente sus trabajos y pensará que los cuadros no se terminan, se abandonan.
En esa búsqueda entregó su vida. Podría haber sido uno de tantos pintores efectistas, porque poseía una extraordinaria capacidad técnica, pero era un hombre honesto, un artista cabal y su lucidez le advertía que ese refinamiento del color, esa limpidez de nacarados imposibles e iridiscencias magníficas sólo podría lograrse a través de una elaboración incesante. Y en esa elaboración incesante lucha contra el tiempo: "Pinto cuadros chicos, de pequeño formato, si no, con mi manera de trabajar, no terminaría nunca", dijo una vez. Diomede reflexiona como pocos; elimina todo lo innecesario, lo superfluo. Es un obsesivo, un perseguidor; busca lo fundamental en lo elemental y quizá, sin estridencias, lo más profundo de la condición humana.
*A la izquierda, cuadro de Víctor Cúnsolo. A la derecha, cuadro de miguel Diomede "Barcas".
"Una naranja es, para mí, un mundo necesario, perfecto." Esta confesión de Miguel Diomede creo que podría explicar su credo artístico. Para Diomede, el mundo es la pintura y busca en ella necesariedad y perfección. El hecho de que el mundo pueda caber en una naranja recuerda el descubrimiento de Borges en "El Aleph": "Vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo". Toda la historia del mundo cabe en "El Aleph" y todos los problemas de la pintura caben en una naranja. "Resolver" esa naranja es, para Diomede, resolver los problemas de la pintura. Sabe que la luz que ahora ilumina esa naranja mañana no va a ser la misma y anhela registrar ese paso. Y quisiera registrar el paso del tiempo en los rostros de todos los retratos y todos los autorretratos que pinta, y el ínfimo resplandor en el espejo y el matiz pasajero, esa fugacidad y sus enigmas, la perduración del instante en todos los objetos, juntos y al mismo tiempo, como están en el mundo, como quisiera que estuvieran en el cuadro. Y lo más difícil, sin apartarse de la figuración, sin destruir las formas, aunque creo que poco a poco las iba destruyendo. Por eso volverá una y otra vez a retocar infinitamente sus trabajos y pensará que los cuadros no se terminan, se abandonan.
En esa búsqueda entregó su vida. Podría haber sido uno de tantos pintores efectistas, porque poseía una extraordinaria capacidad técnica, pero era un hombre honesto, un artista cabal y su lucidez le advertía que ese refinamiento del color, esa limpidez de nacarados imposibles e iridiscencias magníficas sólo podría lograrse a través de una elaboración incesante. Y en esa elaboración incesante lucha contra el tiempo: "Pinto cuadros chicos, de pequeño formato, si no, con mi manera de trabajar, no terminaría nunca", dijo una vez. Diomede reflexiona como pocos; elimina todo lo innecesario, lo superfluo. Es un obsesivo, un perseguidor; busca lo fundamental en lo elemental y quizá, sin estridencias, lo más profundo de la condición humana.
*A la izquierda, cuadro de Víctor Cúnsolo. A la derecha, cuadro de miguel Diomede "Barcas".
**Texto extractado de: bioportal0.tripod.com/pintores_de_la_boca.htm
No hay comentarios:
Publicar un comentario