La Boca fue el barrio periférico que albergó la bohemia emblemática de los años veinte, aquella de los artistas que maduraron su arte a orillas del Riachuelo.
Pero La Boca fue, sobre todo, lugar de trabajadores, donde las ideas socialistas y anarquistas traídas por inmigrantes artesanos e hijos de campesinos se abrían paso en el creciente entorno industrial de fábricas, curtiembres y fundiciones. Un dinamismo incesante del trabajo -hombres en movimiento, carga y descarga de barcos, barcazas llevando trabajadores a la Isla Maciel, el ensamblado, en 1914, de las enormes estructuras de hierro del transbordador tantas veces pintado por Quinquela- daba la pauta de un país que avanzaba hacia su futuro. Pero en 1930 la situación cambia dramáticamente.
El crack económico mundial de 1929 y el golpe de Estado de Uriburu son sucesos nacionales e internacionales que marcan a fondo a la sociedad argentina. Fábricas que se cierran, desocupación, conflictos sociales. Este es también el marco en el que "los modernos" darían su batalla y en el que seguirían pintando los artistas boquenses.
En la década siguiente, la de 1940, empezarían los embates del arte abstracto. Nuevos jóvenes pintores, entre otros los reunidos en la revista Arturo, cuestionarán a los consagrados y abrirán una línea que culminará en el llamado Arte Concreto Invención. Al margen del ir y venir de las polémicas estéticas e ideológicas, pintores solitarios como Cúnsolo o Diomede parecen representarse sólo a sí mismos.
Los depurados, sintéticos y fascinantes cuadros de Víctor Cúnsolo nos hablan de un pintor introvertido que, en apariencia, nada tenía que ver con el tono bullicioso del barrio o con la fuerza temperamental de su amigo Juan Del Prete. Fue un solitario que murió joven, pintó escasos veinte años e hizo su propia búsqueda. Casi un autodidacta. No viajó ni conoció directamente las vanguardias que se desarrollaban en Europa, pero las intuyó con una certeza pasmosa, guiado seguramente por la necesidad expresiva de un lenguaje nuevo. Su pintura, en la que ambiente y autor se corresponden de modo tan personal, podría sostener aquella máxima de Tolstoi, pinta tu aldea y serás universal (máxima que puede extenderse a los interiores maravillosos de Fortunato Lacámera). Si Del Prete y Pissarro, sus amigos, participaron activamente en la tormenta que desencadenó la exposición de Pettoruti en 1924, Víctor Cúnsolo permaneció en su estudio, buceando en su propio yo y reflexionando sobre la forma. La conclusión a la que llegó fue la misma a la que llegara Gómez Cor-net, uno de los pintores que más participación tuvo en las batallas de los modernos, al regreso de todo ese aprendizaje: "auscultar el pulso de nuestra propia existencia, saber lo que queríamos, a dónde íbamos". Esto es lo que hace el solitario Cúnsolo pintando el puerto, los muelles, las brumas, las barcas, envueltos en un quietismo silencioso y transparente, sin moverse de su taller.
Hijo de inmigrantes, había nacido en Sicilia en 1898. Llegó a la Argentina a los quince años. De la infancia italiana queda un chico que dibujaba en las paredes y hacía estatuitas de arcilla. La familia se instala en Barracas. Por un tiempo trabaja en una carpintería, luego comienza a asistir a las clases de dibujo y pintura de un viejo maestro italiano, Mario Piccione, en la mítica sociedad Unione e Benevolenza. Según se dice, completó los cinco años en cinco meses. En los salones de Unione conoce a Juan Del Prete, también italiano y casi de su misma edad. Del Prete lo introduce en las ruidosas reuniones del grupo El Bermellón y le presenta a Pissarro. Bautizado así por Del Prete, el grupo se reunía en un taller de Pedro de Mendoza y Australia. Es el comienzo de la pintura de Cúnsolo, cuando adopta una resolución de tipo impresionista. Se discutía largamente lo que sucedía "en el centro" y se seguían las críticas de arte, especialmente las de Atalaya, en la publicación Campana de Palo. Unos años después, Pissarro y Del Prete recorren Montparnasse y serán parte del grupo de París. Cúnsolo, en La Boca, pinta telas marcadas por la intuición de Cézanne y por el acatamiento de una razón constructiva que las depura, llevándolas hacia un lenguaje esencial. En 1924 manda obras al salón Mutualidad de Bellas Artes; luego a La Peña, en 1927, y a Amigos del Arte, en 1928. Entre 1927 y 1931 había mandado al Salón Nacional, en el que seguiría participando desde La Rioja en 1933, 1934 y 1935. Estos envíos consolidan su presencia en el medio local donde la crítica y cierto público atento reconocen su pintura.
En 1928, críticos y colegas que militan en la vanguardia revulsiva lo reconocen: "Una comprensión simple y depurada de la pintura. Y esto gracias a una progresiva simplificación de los elementos a su significado plástico". (Alberto Prebisch) o "... con escasos elementos, nuestro artista trata de concretar las visiones de su mundo objetivo en formas claras y bellas, apartándose en todo lo posible de esa pintura (...) superficial y efectista" (Emilio Pettoruti). Hacia fines de los años treinta la tuberculosis que padecía hace crisis y debe dejar atrás Barracas y La Boca para buscar un clima más benigno. Se instala en Chilecito, La Rioja, en 1933. El encuentro con el paisaje, una realidad completamente nueva, lo sacude. Una especie de regreso a las fuentes cézannianas y un replanteo del color dan, tal vez, algunas de sus mejores obras. Durante tres años pinta en La Rioja. Vuelve a Buenos Aires, donde muere antes de cumplir los treinta y nueve años. Lejos de Quinquela Martín, más cerca de Lacámera pero igualmente distante de su recogimiento íntimo, Cúnsolo es y no es (en el sentido de "típico") un pintor boquense. Lo es sin duda por formación y biografía. No lo es en tanto su búsqueda personalísima da cuadros en los que la ausencia de la figura humana y la resolución neta y geométrica crean una atmósfera metafísica, a la vez que poética y onírica (El puerto, Elevadores, Barcas). O, como expresa Vicente Caride: "Su instinto de lo esencial da profundidad a sus síntesis de colores y de planos. Es estricto sea cual fuere el género que cultiva, naturaleza muerta, figura o paisaje; en todas sus telas aparece la misma preocupación de orden, de legibilidad, la misma nitidez y cuidado, suprimiendo todo lo accidental, lo inútil, para obtener una superficie lisa".
Nacido en una familia extremadamente humilde, Miguel Diomede (1902-1974) ejemplifica al hijo de inmigrantes italianos que en medio de penurias familiares logra hacer aquello en lo que fanáticamente cree, la pintura, y abrirse un camino hasta el reconocimiento. Tuvo una temprana relación con la muerte (su padre muere cuando él tiene cuatro años, su madre cuando tiene catorce) que marcaría con tono sombrío los años de juventud. Parte de su vida la pasó en un empleo subalterno en un Ministerio, empleo del cual no renegaba porque le permitía concentrarse en lo único que verdaderamente le importó, la pintura. Silencioso, modesto, de pocas palabras, todos los que lo conocieron decían que Diomede se parecía a su obra. Exponía muy poco, pintaba lentamente, volvía una y otra vez a sus cuadros. No quería desprenderse de ninguno, siempre le parecían inconclusos. Decía: "Cuando veo un cuadro mío en una exposición o en un museo lo comprendo a Bonnard, que iba a retocar los suyos en las salas donde estaban expuestos". Poeta del silencio, intimista colosal, artista de la profunda delicadeza, éstas son algunas de las frases con que críticos de arte y comentaristas han intentado caracterizar a Miguel Diomede y su obra. Lo cierto es que eligió la soledad para pintar y el despojamiento para su obra. Desde esos pilares dedicó cuarenta y cinco años de fervor a la pintura. El reconocimiento vino más tarde. Cuando en 1958 Romero Brest, director del Museo Nacional de Bellas Artes, decide hacer una retrospectiva de Diomede, recibe múltiples elogios. Lo mismo ocurre con galerías y museos del interior: las muestras deslumhran a la crítica y al público. Poco visto antes, en las retrospectivas el conjunto de telas se despliega, potenciándose unas a otras, y aparece la obra de un pintor insospechado. Se hacen patentes los años de severa y estricta ordenación mental para transmitir lo casi intransmitible: delicadeza,la cualidad más señalada de su obra.
En Pedro de Mendoza sobre la Vuelta de Rocha, en el barrio que nunca dejó, estaba su taller. Desde allí nos llega su propia voz: "Yo nací en Buenos Aires, en este mismo barrio de La Boca, en la calle Suárez al 200. A los diez años obtuve el premio de una medalla en un concurso de dibujo de Caras ^ Caretas. Siempre me apasionó el dibujo. Pero solamente un año pude estudiar en la Academia Nacional de Bellas Artes, junto a Centurión. Este maestro me allanó el camino para continuar en tercer año en la Academia, pero el trabajo me requería y debí seguir mi aprendizaje por mi propia cuenta... Después con Faggioli, con Arcidiácono, con Rosso nos largábamos a pintar en la Isla Maciel, era allá por 1929. Creo que en pintura hay que intentarlo todo para dominar el oficio: figura, paisaje, naturaleza muerta... Hasta 1938 ó 39 estaba dentro de cierto expresionismo. Mi materia era entonces más abundante, más pastosa...". Afirmaría también que sus maestros permanentes eran Cézanne y Bonnard. Un concepto de Leonardo regía toda su idea de la pintura: "Creo que, siguiendo a Leonardo, la pintura debe ser cada día más mental. Se trata de buscar lo vivo de los movimientos pictóricos y de utilizar con inteligencia sus conquistas, aplicándolas con lucidez" (El Hogar, 1952).La crítica afirma que es hacia la década del 40 cuando sus tendencias más personales comienzan a afirmarse mediante un dominio mayor de su propio lenguaje. Tendencia que se manifiesta en la armonía, en la integración plástica de los elementos representados en la tela. Todos los géneros despiertan su interés, pero hay una inclinación hacia la figura y la naturaleza muerta. Diomede pintó retratos (Ada, Rita, La mujer en verde), paisajes (El río, Quinteros en la Isla Maciel, Riachuelo, Calle de La Boca); naturalezas muertas (Uva y durarnos, Naranjas, Jarra blanca y peras). Destaca Elena Poggi que uno de los logros de Diomede en el género retrato consiste en aislar los caracteres objetivos del modelo, robándole su vida anímica secreta. En cuanto a las naturalezas muertas, requieren rigor y lucidez para lograr la armonía, de la que Diomede es maestro, ya que los objetos se presentan sueltos en la realidad y deben ordenarse en la composición dentro de ciertos límites impuestos por sus volúmenes naturales y sus formas. Diomede fue un pintor apartado de los "ismos", un hombre completamente integrado a su pintura, un perfeccionista al que Osiris Chierico recuerda en una imagen: "Alguna vez Luis Seoane, que lo admiró mucho porque lo comprendió mucho, lo comparó con el pintor que Vermeer puso de espaldas al espectador y frente a la tela, en actitud de entrega total, de concentrada reflexión sobre la fugacidad de aquello que intenta detener con su pincel".El 22 de agosto de 1937 en las páginas del diario La Nación se señala la inauguración, ese mismo día, del Salón de Artistas Noveles de La Boca. Organizado por el Ateneo Popular de La Boca, la restricción a noveles la sustenta el articulista en la voluntad de la institución que "anhela propiciar a quienes están en los comienzos, máxime cuando se trata, como ahora, de cultores humildes.*.".
El Ateneo es, desde su fundación en 1926, un importante centro cultural barrial que ha realizado múltiples actividades destinadas a la promoción de las artes plásticas, la música y la literatura al mismo tiempo que sostiene diversas publicaciones. En diciembre de ese mismo año promoverá una de las actividades más significativas de su historia: organiza en las céntricas salas de Amigos del Arte la exposición postuma de Víctor Cúnsolo, el más temprano y justo homenaje al joven artista fallecido ese año.Víctor Cúnsolo responde al perfil de los artistas de La Boca. Inmigrante, había nacido en Sicilia de un matrimonio de artesanos; llega a la Argentina con diez años. Se forma luego en la asociación Unione e Benevolenza con el maestro italiano Mario Piccione, es decir, en los espacios de formación no tradicionales. Luego de una primera etapa, donde en sus paisajes de contornos indefinidos prima la pincelada visible cargada de materia, sufre un cambio radical en su obra. En los Salones Nacionales de 1928, 1929 y 1930 Cúnsolo presenta una serie de paisajes de La Boca donde ese cambio es evidente. Son los mismos años en que, junto a Fortunato Lácamera, toma contacto con la obra de artistas italianos contemporáneos; en su biblioteca conservará celosamente un ejemplar del catálogo de la muestra del Novecento italiano. En esa época Cúnsolo frecuentará también a Alfredo Guttero y Lorenzo Gigli, quienes regresaban al país cargados de las novedades de la plástica europea. La factura rápida de sus primeros paisajes es entonces abandonada, los contornos se vuelven nítidos y el motivo se aproxima a una visibilidad que, sin embargo, no es una representación fiel de lo real. Paisajes de La Boca, paisajes de Chilecito, naturalezas muertas y algunos retratos constituyen los motivos de sus cuadros, en los que estructura geométricamente la composición. El espacio boquense de los alrededores del Riachuelo se transforma con deformaciones de la perspectiva y acentúa los planos de la arquitectura creando efectos de profundidad. Los paisajes de Chilecito, donde se ha trasladado luego de contraer tuberculosis, sufren el mismo proceso que los paisajes urbanos: las rocas son casi cuerpos geométricos y un camino se aproxima a una lisa linea curva. Todo el motivo aparece sometido a un estatismo en los límites de lo real. Su obra desconcertó a la critica tradicional al mismo tiempo que cierta crítica vanguardista, que suele medir la novedad de los artistas por la mayor o menor proximidad con la abstracción, ignoraba una obra que, sosteniéndose en la tradición —figuración y géneros tradicionales— la reformulaba desde la modernidad.El mismo artículo de La Nación citado anteriormente continuaba señalando "Almas de artistas... Pero la existencia los constriñe a otros menesteres, rudos y ásperos, ajenos a sus vocaciones auténticas". Se refería a la condición de asalariados de los participantes del Salón de Artistas Noveles, y el articulista reclamaba que los participantes pudieran dedicarse a su arte. El año anterior el Primer Premio del Salón le había sido concedido a Miguel Diomede. Boquense típico, de familia humilde, durante buena parte de su vida, Diomede comparte el trabajo asalariado con su producción artística, tal cual lo describe el crítico de La Nación. Fue presentado siempre como autodidacta y efectivamente no asistió a la Escuela de la Academia, sin embargo, trabajó durante cierto tiempo con un grabador catalán y es probable que a su lado haya recibido cierta formación. Los temas de sus obras son algunos paisajes de La Boca, naturalezas muertas, retratos y figuras. En su pintura parecen convivir dos vertientes. En una de ellas la línea adquiere cierto protagonismo, se deja entrever tenuemente y refuerza con sutileza un perfil, el contomo de una mano o circunscribe los límites de una fruta. En su segunda vertiente trabaja por el color y el protagonismo absoluto lo tiene la mancha que muestra la existencia desdibujada de un paisaje o instala la presencia de una fruta. En los paisajes de La Boca las indicaciones espaciales están dadas por el color; así, un rojo avanza o un azul retrocede señalando la disposición de los elementos. Trabaja con materia muy diluida, lo que le permite una superposición de pinceladas que hacen emerger los volúmenes de adentro hacia afuera. Sus pequeños toques de color diluido dejan aparecer el grano de la tela y generan texturas. Los contornos se difuminan y una zona de color invade la otra. Todo en su obra tiende a desdibujarse, como si la materialidad de los objetos y de las personas se hubiera detenido entre el surgir y el realizarse o como si fueran parte de un sueño y las cosas y los seres humanos se perdieran en la distancia. A su modelo, que también pinta, le recomienda: "Trate... de verse por dentro en lo que no se puede ver pero se siente, y llegará a conocer el lenguaje de su personalidad". Su insistencia en los retratos, autorretratos y naturalezas muertas aparece así como parte de un ejercicio repetido incansablemente en el que pretende aprehender la esencia, siempre inalcanzable, de su objeto; su propia esencia.
* A la derecha: Niebla en la Isla Maciel, de Víctor Cúnsolo.
** Texto extractado de:
**Texto extractado de: bioportal0.tripod.com/pintores_de_la_boca.htm
dos pintores extraordinarios, Cúnsolo y Diomede.
ResponderEliminarUn barrio al que me encanta volver! Cada vez que voy lo siento igual pero diferente.
ResponderEliminarGRacias por este blog para EL barrio de la Capital.
Saludos, Pipistrela.